Revelación diferida
Desde que falleció su esposo, Eva pasaba los días deambulando sola por la casa, de cuarto en cuarto, siempre esquivando uno. Es cierto que ella siempre fue una persona sombría, casi como un dibujo de Tim Burton, pero últimamente sus rasgos se había vuelto irreconocibles. Constantemente amenazaba su cuerpo con desmayar, casi imposible le resultaba levantarse de la cama y hacer las pocas tareas hogareñas a las que todavía se apegaba, sin haber probado bocado en todo el día. Su única compañía era un perro negro con el pelaje brillante y el torso esbelto, mudo como una hormiga. Era ante el único estímulo y atisbo de vida al que parecía reaccionar y apegarse desde aquella nefasta primavera.
Había ocurrido tan rápido, como siempre ella luchaba contra una noche de insomnio interminable, mientras su esposo trabajaba en el estudio. Todavía al entra allí, siente los ecos de sus propios gritos y vislumbra la sombra de su marido, la mayoría de su cuerpo desplomado sobre la silla con sus brazos inertes sobre el escritorio. Flashes de luces, llamadas, policías, hombres uniformados entrando y saliendo de su casa, cortas declaraciones interrumpidas por el llanto. Pensar que aquella había sido la casa de sus sueños, tan deseada por tantos años, y hoy sólo quedaban despojos de recuerdos constantemente desplazados por la soledad.
Debía mostrar la casa, debía venderla, no podría quedarse allí, le faltaba el aire de sólo pensar en lo que sería vivir sola, por siempre con el mismo recuerdo acudiendo todas las noches para atormentarla y robarle el sueño y quizás hasta la cordura. Paseó sus dedos sobre un viejo mueble, observando como el polvo se iba acumulando en sus yemas. Hacía meses que no limpiaba ese cuarto, y no estaba segura de poder hacerlo ahora, aunque en la inmobiliaria se lo hubieran rogado. Ni siquiera había movido los objetos que yacían sobre el escritorio. Luego de dudarlo por un momento más, tomó una decisión y se sentó en la silla, esperando que un escalofrío recorriera su cuerpo, pero nada sucedió. Sintiéndose un poco decepcionada, bajó la mirada al piso, apoyó su cabeza sobre el escritorio y se quedó inmóvil, pero un objeto llamó su atención, parecía una flor marchita, casi negra y sin tallo. Al acercar la mano y sentir su duro contacto y desagradable olor recordó lo que era y sonrió de resignación al demostrarse a sí misma lo que la inmobiliaria le criticaba; tenía en su mano un pañuelo manchado de sangre, sería el que usara para limpiarle la cara y las manos a su marido. Lo posó suavemente a un costado del escritorio y paseó su mirada por él, preguntándose cómo seguiría la vida sin él, sin su casa, sin ganas, sin vida. Detuvo sus ojos grises en un vaso de ginebra volcado al costado de un libro. Quizás esa fue su fuente de valor, su pócima que lo ayudara a escapar del mundo sin emociones y sin dinero en el que vivían.
Lloró sin lágrimas frente al espejo que se alzaba al otro extremo del cuarto, un espejo grande, lleno de manchas negras de tiempo, con el marco podrido y destrozado por las termitas; un espejo roto, que reflejaba una vida rota, un marido infeliz que noche tras noche llevaba su reflejo ante él, haciendo gala de lo viejo y pobre que se volvía, anteriormente mostraba sus desdichas pero no su causa. Su causa se vería ahora, una mujer envejecida más de la cuenta. Sintió como si le hubieran robado el aliento, no pudo contener un grito, atacó con sus puños cerrado la oscura madera del escritorio haciendo comenzar una danza macabra con los objetos apoyados en él, y sólo se detuvo cuando ya no sintió más fuerzas, cuando todo el significado de su ira se vio reducido a un impotente desgano y se sintió tan cansada que se desplomó nuevamente en el asiento.
Golpeaban la puerta, primero sintió el retumbar en sus oídos y cuando despertó completamente los golpes continuaban, ahora incluida en su orquesta un pitido agudo en el fondo de sus tímpanos. Los ojos hinchados y la ropa polvorienta, el pelo recogido en un rodete improvisado, no quiso hacer apariencia pública, por lo que desde la mirilla de la puerta se limitó a preguntar quién era. Nadie contestó, pero volvió a sentir los golpes. Menos aturdida cayó en la cuenta que los golpes procedían de su dormitorio. Nunca creyó en fantasmas. Nunca lo haría, sería un consuelo que no estaba dispuesta a consentir. A medida que se acercaba al dormitorio podía ver la puerta vibrar de los golpes que se descargaban contra ella, y quizás si escuchaba con atención podría sentir cómo rasguñaban sus paredes. Antes de que pudiera llegar ésta se abrió, dejando liberado a un gran perro negro desnutrido y asustado. El perro, como poseído por un demonio, los ojos vidriosos, salió por la ventana del comedor para no volver más a ese lugar.
Aturdida por lo ocurrido, y sin la esperanza de un repentino retorno, volvió sobre sus pasos. Al llegar a la puerta del cuarto atrajo su atención un brillo dorado sobre el escritorio que antes sirviera para descargar su ira. Ya en la silla y con la luz del crepúsculo filtrándose por la ventana, pudo atisbar los reflejos de unas letras doradas sobre el lomo de un libro que escribían el título tan conocido para ella. Estaba ubicado en el centro del escritorio. Difícil era de ignorar y no podía creer que lo haya hecho, ya que este libro habría estado debajo del pecho de su antiguo dueño durante la tragedia. Su tapa era ahora de color rojo, pero ello se debía a una sola cuestión, a la que se resistió a pensar mientras lo tomaba y elevaba hacia la altura de sus hombros. Pasó sus hojas color beige exhibiendo sus tantas letras negras posadas en ellas, pero no leía, sabía de memoria lo que contaban, tan sólo miraba. Lo aproximó a su rostro y respiró entre sus hojas, siempre le había gustado el olor que despedían los libros tan llenos de años. Al mirar su contratapa sintió como se le aflojaba un nudo en el pecho al ver grabadas las palabras de una dedicatoria entre amorosa y enojada que había escrito hacía muchos años atrás “Así estoy por quererte, pero igual te quiero Fran” eran sus últimas palabras, describiendo en su desarrollo todos los padecimientos que absurdamente agradecía tener a causa del amor que mantenían. Sus calmas que creía perdidas parecían retornar a su ser, y dejándose llevar por estos sentimientos unió sus brazos formando un abrazo donde el libro quedara atrapado.
Sus oídos volvieron a sacarla de su ensoñación. Ruido, otra vez, sólo que ahora era mucho más liviano que los golpes anteriores, más que ruido sería como un susurro, el susurro de un papel al caer sobre la madera firme del escritorio. Contuvo el aliento, temiendo tan siquiera abrir los ojos, palpó la madera en busca de nada, pero allí estaba, una hoja, una carta, un testimonio, una dedicatoria, guardada por tanto tiempo dentro de aquel maldito libro. Tuvo miedo por primera vez desde que entrara allí, se sintió torpe e insegura, liviana y manipulable, la paz la había abandonado. Su cuerpo entero temblaba agitando el papel sin que pudiera leer su contenido. Finalmente leyó, no por valor o intriga, sino por obligación, era lo que se suponía que debía hacer, no le quedaba más que hacer en ese pequeño mundo, en esa casa, hasta ese instante. Leyó, después de tanto tiempo, leyó y entendió. Terminó y una sonrisa desfigurada por la falta de práctica y alegría se apoderó de su rostro. Después de tanto tiempo sin rumbo en su vida, después de tantos meses de agonía, después de tanto preguntarse, al fin sabía perfectamente qué hacer. Abrió, como se le indicara, el primer cajón del escritorio y sacó de él una navaja.
memoria textual - ¡¡¡invitación!!!
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Hasta la semana que viene hay tiempo, los esperamos!!!
C...
Hace 9 años
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